Ópera en Chile: 1827-2013
- T+
- T-
Como señala Francisco José Folch en el prólogo del libro -Ópera en Chile-, del autor Orlando Álvarez Hernández, editado por El Mercurio-Aguilar y la Universidad Diego Portales, “su autor vivió una vida entera bajo el encantamiento de esta extravagancia irracional (refiriéndose a la ópera) y dedicó inmenso trabajo a mantenerla viva entre nosotros. Sus juicios en esta obra sobre los logros respecto de una u otra temporada, título o artista, así como algunas inclusiones y ciertos silencios, sin duda serán compartidos por muchos y no lo serán a la vez por otros tantos. Esas discrepancias, incluso belicosas, son parte inseparable de la historia de la ópera, en todo tiempo y lugar. En cualquier caso, es indiscutible que con este libro, Orlando Álvarez añadió un aporte duradero al conocimiento y cultivo de este género en Chile, al registrar su trayectoria de ciento ochenta y seis años de historia (1827-2013)”.
Como un homenaje al autor de este importante e interesante documento, reproducimos algunos fragmentos de la publicación, que dan testimonio e ilustran no sólo el desarrollo del arte lírico en Chile sino la evolución cultural de nuestra sociedad en los siglos XIX y XX.
Inicios del arte lírico en Chile (1827-1857)
La ópera se conoce en nuestro país desde 1827, lo que convierte a Chile en el sexto país americano donde el género fue introducido, después de Perú, Estados Unidos, México, Brasil y Argentina. Como nos ilustra Orlando Álvarez en el siguiente texto, “fue en Perú en el año 1701 donde se representó la primera ópera en el continente americano, -La púrpura de la rosa-, compuesta por el español radicado en Lima, Tomás Torrejón de Velasco, con libreto de Pedro Calderón de la Barca. La composición respondió a una solicitud que hizo a Torrejón de Velasco el Virrey del Perú, Melchor de Portocarrero y Laso de la Vega, para un espectáculo en su Palacio de Lima, con motivo de los dieciocho años que cumplía el rey Felipe V, en el reciente aniversario de su reciente coronación”.
En Chile, fue Isidora Zegers la persona que introdujo el género lírico. Nacida en Madrid, en 1803, hija de un diplomático flamenco, fue educada en París, donde a muy temprana edad destacaba por su voz privilegiada. Isidora llegó a Chile en 1823. La joven soprano participaba activamente junto a otros extranjeros que residían en Santiago en extensas veladas musicales, interpretando la música de los grandes maestros, culminando esta actividad con la fundación de la Sociedad Filarmónica en 1827, que funcionaba en la llamada Casa de los Velasco.
El 26 de abril de 1830, pocos días después de la batalla de Lircay, se llevó a cabo la primera representación de una ópera completa en Chile, L’inganno felice (El engaño feliz), de Gioacchino Rossini, estrenada en Valparaíso, por una compañía de ópera procedente de Italia, que actuaba en salones de familia y en los patios de algunas casas coloniales. Valparaíso, no solo era en ese entonces el principal puerto chileno, sino además un importante centro cultural en la costa del Pacífico.
Se inaugura el Teatro Municipal
Durante la segunda mitad del siglo XIX, la historia de la ópera en Chile estará dominada por la actividad realizada en el Teatro Municipal, escenario creado especialmente para el desarrollo de la ópera. Es así como el 17 de Septiembre de 1857, ante una concurrencia de mil quinientas personas, y con la presencia del Presidente de la República, don Manuel Montt y su esposa, Rosario Montt de Montt, se inauguró el Teatro Municipal con Ernani de Giuseppe Verdi. Si bien la primera temporada incluyó nada menos que catorce títulos líricos, durante el año siguiente, el número de óperas ascendía a dieciocho, y en 1869 llegaron a bordear la treintena, con gran cantidad de representaciones de cada una de ellas. Valparaíso, por su parte, seguía siendo un importante centro de la ópera gracias a su Teatro Victoria, donde diversas compañías extranjeras debutaban, antes de trasladarse a Santiago.
Anecdotario lírico
Una característica muy especial de la segunda mitad del siglo XIX fue el remate de los palcos en el Teatro Municipal, lo que daba derecho a determinadas familias a considerarse “dueñas” de los mismos no sólo por el año en que los remataban, sino en forma vitalicia.
Al reconstituirse el edificio del Teatro Municipal de Santiago, después del incendio de 1870, el público del nuevo teatro pasó a ser, según los observadores sociales, “de condición entreverada”, pues después de un comentado pleito, se perdió la propiedad de los antiguos palcos que pretendían conservar las familias más tradicionales. Como aseguran algunas crónicas de la época, era curioso observar cómo el rematar un palco para la temporada lírica otorgaba a su titular un estatus indiscutible, y por ello muchos propietarios, a pesar de su mala situación económica, llegaban a cometer verdaderas locuras financieras para no perder sus palcos.
Mención aparte merecen las funciones de gala en el Teatro Municipal, con asistencia del Presidente de la República, como acto fundamental de las celebraciones de Fiestas Patrias en septiembre de cada año. A contar de 1844 fue habitual que se realizaran muchas funciones de ópera. Sin embargo, fue en 1910, con motivo de la conmemoración del Centenario de la Independencia de Chile, cuando el Presidente Pedro Montt estableció en forma permanente la función de gala con una ópera completa el día 18 de septiembre. Con las excepciones del año 1973 y muy recientemente este 2014, la ópera en el Teatro Municipal nunca faltó a la cita.
Las grandes voces del siglo XIX
Es necesario reconocer a Isidora Zegers como la introductora de la ópera en Chile. Como cantante, Isidora pudo haber tenido una carrera internacional si se consideran sus triunfos como primera soprano de la Capilla Real de Luis XVIII y como brillante alumna del maestro Francisco Massimino, quién la hizo competir con dos “monstruos” de la época: Giuditta Pasta y María Malibrán. Isidora era poseedora de un amplio registro -tres octavas justas-, una afinación completa, y la expresión que le permitía competir incluso con el sonido propio de los más virtuosos violinistas. Si a lo anterior se añade una cultura musical de excelencia, gracias a su labor de compositora, ejecutante de piano, guitarra y arpa e investigadora de la historia de la música, no resulta extraño que su talento haya producido una completa transformación musical de la sociedad chilena, que sin la influencia de esta verdadera George Sand chilena, como la denomina el autor, habría evolucionado quizás de otra forma.
Las compañías italianas a partir de 1830
La característica más relevante de este período fueron las diversas compañías líricas italianas que visitaban Chile; así como la que actuó en 1830 en el Teatro Principal, modesta pero importante a la vez y con un gran sentido de la improvisación, ya que muchos de sus cantantes, además de los roles de su cuerda, interpretaban los de otros registros. Otros elencos que destacaron durante estos años fueron los del Teatro de la Universidad (1844-1845) y los elencos del Teatro la República (1847-1857).
Las grandes voces del siglo XX
Divos de fama mundial actuarán entre 1900-1930. A comienzos del siglo XX se registra un enorme interés por el arte lírico en el país, actividad que se mantendrá por lo menos hasta la tercera década, nivelando a Santiago con Buenos Aires y Río de Janeiro, con cuyos teatros compartía y disputaba las más grandes figuras del mundo lírico de ese entonces.
Gran importancia adquiere en esta época una familia de origen italiano que influiría en forma importante en el desarrollo de la ópera en Chile: los Padovani, una verdadera familia musical. Arturo Padovani, director de orquesta, fue el primero en venir a Chile en 1884. Gracias a sus buenos contactos en Italia, lograría contratar a muchos cantantes famosos.
En dicha época, las compañías líricas hacían giras por Sudamérica. Normalmente, después de actuar en Brasil y Argentina, venían a Santiago, no sin ciertas dificultades pues en ese entonces el tren se interrumpía en Puente del Inca, debiendo los pasajeros seguir el viaje hasta Las Cuevas, cabalgando en mula durante seis horas y luego tomar otro tren hasta Los Andes. Grandes cantantes como Riccardo Stracciari, Amelia Galli-Curci y Miguel Fleta debieron atravesar la cordillera de ese modo. Sin embargo, hubo un famoso que se resistió a hacerlo y canceló su contrato: Enrico Caruso. El hábil empresario chileno Renato Salvati había logrado contratarlo en 1917, pero su negativa para -atravesar las montañas en burro- como lo sostuvo públicamente, obligó al empresario a negociar su contrato con los teatros de Rosario, Córdoba y Tucumán.
Esta anécdota tiene sin embargo, un valor histórico mayor: a pesar que Caruso no vino a Chile, ya el hecho de haber sido contratado demuestra la importancia que el Teatro Municipal había alcanzado entonces en el concierto mundial. Caruso era considerado en ese entonces el mejor tenor del mundo -y para muchos de todos los tiempos- , y si había considerado venir a Chile da cuenta del nivel que se le reconocía al principal teatro chileno. Es en esa época que se funda la leyenda del Municipal que despertaba nostalgias a mediados del siglo XX.
Los años difíciles (1931-1960)
Así llama el autor a los tres decenios entre 1930 y 1960, en que las circunstancias económicas y los cambios sociales y políticos fueron adversos al desarrollo de la ópera en Chile, no sólo por falta de interés del público, sino por la falta de condiciones económicas y recursos para financiarla. Los esfuerzos de algunos ilustrados mecenas rindieron ocasionalmente frutos, especialmente durante la Segunda Guerra Mundial donde se vivieron momentos de excepción, como lo fue la Temporada Lírica de 1943, con nombres legendarios, y también la de 1957, donde se hizo un enorme esfuerzo para conmemorar el Centenario del Teatro Municipal.
La obra de Orlando Álvarez rinde tributo al recuerdo de algunas figuras más o menos aisladas y de algunos obstinados cultores que nunca renunciaron a la lucha de la extinción del género lírico en Chile, entre los cuáles sobresalió el jurista Arturo Alessandri Rodríguez, persona quien dedicó grandes esfuerzos y mucho dinero para reanimarlo.
Mientras tanto, un público nuevo se había ido formando gradual y crecientemente desde los años 50, con la aparición de óperas completas en discos de vinilo, acompañados de libretos publicados en diversos idiomas, y luego, entre 1959 y 1999, la ópera recibió un impulso sin precedentes con la transmisión diaria -caso aparentemente único en el mundo- por la radioemisora Andrés Bello, a través de la programación de Jimmy Brown y Luzmila Abatían, dos nombres relevantes y fundamentales asociados a las historia de la ópera en Chile.
Ramón Vinay en Chile
En 1950 Ramón Vinay era ya una figura lírica de nivel internacional, con actuaciones en los escenarios más importantes del mundo, donde su caracterización del “Otello” verdiano era considerada una de las más logradas desde que la ópera fuera escrita. Fue así como el público chileno pudo apreciarlo en las temporadas de 1950, 1951 y 1952, junto a Víctor Damiani como “Iago” y las sopranos; Elisabetta Barbato, Sara Menkes y Delia Rigal, como respectivas “Desdémonas”.
Sociedad Chilena de Amigos de la Ópera y Corporación de Arte Lírico
Los factores mencionados contribuyeron a que en el año 1962 se organizara la Sociedad Chilena de Amigos de la Ópera (SAO), sucedida en 1966 por la Corporación de Arte Lírico (CAL), que hasta el fin de esa década ofreció una sucesión de temporadas de calidad creciente, y que en 1967, alcanzó asombrosamente un nivel internacional que mantuvo hasta 1970.
Posteriormente, los trastornos políticos impusieron desde 1971 un nuevo curso de declinación a las temporadas, que desde 1973 intentaron reemerger al alero de la reactivada SAO, cobrando bríos desde 1976 y consolidándose durante el quinquenio siguiente -no sin los altibajos propios de todo escenario operático, en torno al cual como es bien sabido, el drama entre bastidores suele superar al que el público contempla desde sus asientos.
Corporación Cultural de Santiago
La SAO había sentado los cimientos para un escalón sustancialmente más desarrollado de la producción operística, que se afirma en 1982 con la creación de la Corporación Cultural de Santiago, protagonista de lo que el autor llama con justicia, “la era Rodríguez”, por su director general, Andrés Rodríguez Pérez, que desde entonces ha encabezado esta Corporación, con el respaldo de los siete alcaldes que han regido el municipio de Santiago hasta la temporada de 2012, con la que el autor de este libro cierra su recuento.
Cualquiera sea su devenir ulterior, dicha era marca el período en que el Teatro Municipal ha logrado su máximo posicionamiento como casa de ópera, primero alcanzando y luego -puede decirse- sobrepasando a sus pares en Latinoamérica. Este es el período donde echan raíces y se consolidan los cuerpos estables -orquesta, coro, ballet-; se establece una producción nacional del género a la par de la internacional, que constituye una oportunidad para la detección e impulso de talentos nacionales y se despliega una labor de difusión y extensión a lo largo de todo el territorio nacional. En efecto, la ópera en Chile ya no depende de la visita de compañías extranjeras, sino que ha sido institucionalizada, y el Teatro Municipal marca un liderazgo, pero a la vez incentiva el nacimiento de otros teatros que gradualmente emergen en el país.
Orlando Álvarez Hernández vivió una vida entera bajo el encantamiento de la ópera y dedicó un inmenso trabajo a mantenerla viva entre nosotros. Con este documento, añade un aporte de valor inconmensurable al conocimiento y cultivo de este género en Chile, que al registrar una trayectoria de ciento ochenta y seis años, da cuenta de logros actuales que años atrás parecían impensables. Este libro sin duda ayudará a que nuevas generaciones puedan descubrir el extraño y fascinante arte de la ópera.